alvaro de campor antología poética

`Del artista.

La celebridad es una plebeyez. Por eso hiere a las almas delicadas. Es una plebeyez porque estar en evidencia, ser mirado por todos, inflige a las criaturas delicadas una sensación de parentesco exterior con las criaturas que arman escándalo en la calle, que gesticulan y hablan alto en las plazas. Al hacerse célebre, el hombre queda sin vida intima: se convierten en vidrio las paredes de su vida doméstica. Tiene que llevar siempre un traje desmedido. Y sus actos minúsculos ridículamente humanos a veces, que quisiera invisibles, los filtra la lente de la celebridad como espectaculares pequeñeces ante cuya evidencia su propia alma se deteriora o se aburre. Hay que ser muy tosco para poder sentirse a gusto con la celebridad.

Para el artista el arte no tiene un fin social; tiene, sí, un destino social, pero el artista no sabe nunca cuál es porque la Naturaleza lo oculta en el laberinto de sus designios. Me explicaré mejor: el artista ha de escribir, pintar, esculpir, sin mirar más que a lo que escribe, pinta, esculpe. Ha de escribir sin mirar fuera de sí. Por eso el arte no debe ser premeditadamente moral ni inmoral. Es tan vergonzoso hacer arte moral como arte inmoral: uno y otro suponen que el artista ha descendido a ocuparse de la gente que lo rodea. En este punto resulta tan inferior un sermonario católico como un pobre Wilde o un D’Annunzio, siempre preocupados por irritar al patio de butacas. Irritar es un modo de agradar. Toda criatura a quien le gusten las mujeres lo sabe, y yo también lo sé.

Con todo, el arte tiene un resultado social, pero eso atañe a la Naturaleza y no al poeta o al pintor. La Naturaleza produce determinado artista para un fin que el propio artista desconoce por la simple razón de que un artista no es la Naturaleza. Y cuanto más quiera el artista dar un fin a su arte más se alejará del verdadero fin del arte, fin que no se sabe cuál sea, pero que la Naturaleza ha escondido dentro del artista: en el misterio de su espontaneidad personal, de su inspiración instintiva. Todo artista que dé a su arte un fin extraartístico es un infame. Es, además, un degenerado en el peor de los sentidos que esta palabra no tiene. Es, además de eso y por eso, un antisocial. El modo de que el artista pueda colaborar útilmente en la vida de la sociedad a la que pertenece es que no colabore con ella.

El buen funcionamiento de cualquier sociedad depende, como saben incluso algunos periodistas, de una perfecta división del trabajo. Cuando el miembro de un grupo de trabajo social procura añadir a su trabajo como tal miembro elementos pertenecientes al trabajo de otros, cuando el artista procura dar un fin extraartístico a su arte, [lo que hace es] dar un fin extraartístico a su personalidad. […] La indiferencia para con la Patria, para con la Religión, para con las llamadas virtudes cívicas y para con los pertrechos mentales del instinto gregario, resulta no sólo útil para el artista, sino que es su deber absoluto. Si esto es amoral, la culpa es de la Naturaleza, que le ordena crear belleza y no sermonear a nadie.’

Fragmento de la «Breve introducción a Fernando Pessoa por sí mismo» publicada en la Antología de Alvaro de Campos. Edición preparada por Jose Antonio Llardent y publicada por Editora Nacional en 1984.

 

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