‘En el arte, las teorías prestan la misma utilidad que las recetas en medicina: para creer en ellas es preciso estar enfermo. El saber mata el instinto. Uno no hace pintura, hace su pintura. Me esfuerzo por volver a los instintos que dormitan en lo profundo del subconsciente, de los que fuimos despojados por la vida superficial, por las convenciones. Sigo considerando las cosas con ojos de niño. Me sobrecogió una honda sensación de humanidad ante dos esculturas de negros que, por primera vez en mi vida, vi en el estante de una taberna, en medio de botellas. Compuse a partir del instinto; apliqué los colores con la única idea que para mí todo lo disculpa: decir lo que sentía. Pintaba balbuciente, sólo para mí. Me parecía que el agua, el cielo, las nubes, los árboles tenían conciencia de la dicha que me proporcionaban. No tenía ninguna idea preconcebida. Ser pintor no es una profesión, como no lo es ser anarquista, amante, corredor, soñador o aficionado al boxeo. Es un capricho de la naturaleza. Una utilización impersonal de mi persona bastaba para colocarme en un estado de abatimiento o de furor indescriptible. Mi pasión me impulsaba a todas las audacias contra lo tradicional en pintura. Ansiaba provocar una revolución en las costumbres en la vida cotidiana, mostrar la naturaleza sin ataduras, liberarla de las vetustas teorías y del clasicismo. No me fijaba otro objetivo más que con ayuda de nuevos recursos, expresar las hondas relaciones que me ligaban a la vieja tierra. Era yo un bárbaro tierno, desorbitado. Sin prescribir ningún método, yo no traducía una verdad artística, sino una verdad humana. Sufría al no poder machacar con mayor fuerza todavía, por haber alcanzado el máximo de intensidad, limitado como estaba azul y el rojo del vendedor de colores.’

Fragmentos (1929) Maurice Vlaminck.

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